De
esta manera me convenció para volver a su casa, por tercera vez
en tres noches. Pero a diferencia de las ocasiones
anteriores, en que me dirigí hacia allí cual victorioso caballero
que regresa al castillo donde reside su dama, ahora me encaminaba
hacia la oscura fortaleza habitada por una criatura despiadada y
maligna.
Atravesé
el largo pasillo del rellano de su piso de un humor de perros. Me
pregunté
si algo de lo que me dirían las hermanas podría contribuir a
aplacar mi enfado. De
verdad que no quería que jugasen conmigo. La Muchachica
había empezado a importarme, y podían hacerme mucho daño entre las
dos. Me presenté ante la puerta. Inspiré hondo. Llamé.
Me
abrieron las dos muchachicas. Una era Estela. Ahora lo sabía seguro.
Aunque no podría decir con seguridad cuál. A juzgar por su rostro,
ambas podían haber sido mi Muchachica.
En esos momentos, ambas hermanas eran idénticas en todo. Ni rastro
de las diferencias que me habían ayudado a diferenciarlas con
anterioridad: ni las gafitas ni la indiferencia y frialdad de la
hermanita repelente. Se las veía compungidas por igual. Supuse que
la hermana se habría ganado una fuerte reprimenda.
─Hola
─dije─.
Antes de nada: ¿quién es Estela?
─Yo
soy ─dijo
la más próxima. La otra no habló.
─OK.
Estela. Entonces entiendo que tú eres Evelyn, ¿verdad?
─Pasa,
por favor, no te quedes en la puerta ─dijo
la primera, estirándome
de la mano y obligándome a entrar─.
Evelyn es otra hermana nuestra que ahora mismo está trabajando en
Australia, y que ni se parece a nosotras ni tiene nada que ver con
todo esto.
─¿Cómo?
─dije
estupefacto─
¿Me habéis engañado otra vez? ¿Y pretendéis que me quede?
─¡Espera
por favor! ─continuó
la primera. Su hermana aún no había abierto la boca─
No te vayas. Todo tiene una explicación.
─¿Sí?
Pues más vale que sea buena.
─Lo
es ─contestó
ella─.
O al menos, muy gráfica.
La
hermana asintió con la cabeza.
─Anda,
ven al salón. Allí lo entenderás todo.
Tiró
de mi una vez más,
pero yo me resistí.
─No,
un momento. No creo que sea tan complicado: ¿Cómo se llama ella? De
alguna manera tendré que diferenciaros, ¿no?
─Ya
te he dicho que era complicado.
─¿Qué
hay de complicado en decir un nombre?
Las
dos hermanas se miraron.
─Yo
también me llamo Estela.
Si
me pinchan no me sacan sangre. Mi mente corrió a intentar ofrecerme
variedad de explicaciones posibles. ¿Podía ser que tuvieran unos
padres tan irresponsables que hubieran decidido poner el mismo nombre
a las dos hermanas? Ni siquiera sabía si eso era legal. Después de
unos instantes, reaccioné, dando por zanjada la cuestión: no, no
era creíble. No tenía lógica ninguna.
─¡No,
no puede ser! ─me
rebelé, esperando más explicaciones─.
¿Es
que no lo veis? ¡Dos personas, dos nombres!
─Pasa
al salón, por favor ─dijo
una.
─Te
lo explicaremos todo, pero te lo explicaremos allí ─insistió
la otra.
─A
ver: ¿tenéis el DNI? ─me
empeciné yo.
Una
de ellas me mostró un DNI después de revolver en uno de los muchos
bolsos que había
en un colgador del recibidor. La foto no daba lugar a dudas. Era
ella. Quién fuera que ella fuese. Estela Fernández Incharruaga
según el carnet.
Hija de Gonzalo y de Idoia.
Nos
acercábamos al salón al que tanto interés tenían en llevarme.
Quedaban solo unos metros. Y yo seguía dejándome arrastrar pero
imponiendo cierta resistencia.
─Bueno,
de acuerdo. Y aquí me falta otro.
─Es
complicado ─repitió
una.
─Solo
hay uno ─dijo
la hermana.
─¿Cómo?
─Usamos
todas ese mismo.
─¿Todas?
¿Pero qué narices…?
¿A qué demonios…?
Y
el «…
te
refieres»
murió en mis labios cuando por fin, las dos chicas consiguieron
hacerme entrar en el salón. Y vi quienes eran las personas que
ocupaban todos los asientos de aquel amplio espacio. Nunca me había
sentido tan extraño. Me hallaba ante una manada de muchachicas.
Todas iguales. Cada uno de sus respectivos cuerpos parecía idéntico
hasta el más leve detalle al de la chica contigua: las mismas
pantorrillas, la misma melena rojiza, la misma cara adorable…
Incluso la misma expresión compungida, avergonzada. ¿Cual era el
récord mundial de parto múltiple? ¿ocho gemelos vivos? ¿nueve,
tal vez? Bien, pues la Muchachica
y sus hermanas lo habían superado con creces. No menos de veinte
pares de ojos marrones me miraban en la sala redonda. Lo único que
parecía diferenciarlas era la indumentaria. Unas iban de rojo, otras
de verde, unas de azul, otras de negro. Unas con faldas, otras con
pantalones. Unas con tirantes, otras con camisetas. A una, de pie
cerca de mi, la reconocí: era la estudiante de gafitas. Mantenía
los brazos cruzados al frente, aunque había perdido algo de su
actitud distante.
─¿Pero
cómo…?
─dije
yo, anonadado, estupefacto.
─Es
lo que intentaba decirte ─comenzó
la que me había abierto la puerta─.
Yo soy Estela. Y esta
de aquí también es Estela. Y todas ellas, también se llaman
Estela. Compartimos nombre, porque no somos varias personas. Somos
una sola.
Y
por fin comprendí aquel
sobrenombre que le habían dado a Estela. Lo comprendí todo.
«Muchachica»:
crees tener una chica y tienes muchas. Hasta aquel
momento no me había dado cuenta del chiste.
─Esto
no puede ser ─dije,
resistiéndome a aceptar la evidencia
ante mis
ojos─.
¿Una persona con muchos cuerpos? ¡Es ridículo! ¿Cómo sabes que
no sois varias personas con un solo cuerpo?
Las
chicas empezaron a turnarse para decir una sola palabra cada una. Me
di cuenta de que estaban pronunciando una única frase
que,
o bien había sido concienzudamente ensayada, o forzosamente tenía
que surgir de una mente común.
─Pues…
─…
porque…
─…
compartimos…
─…
pensamientos,…
─…
tontín…
─En…
─…
realidad…
─…
no…
─…
necesitaríamos…
─…
hablar…
─…
entre…
─…
nosotras…
─Aunque…
─…
la…
─…
verdad…
─…
preferimos…
─…
hacerlo…
─…
sobretodo
en presencia de otros ─concluyó
una.
Me
sentía como Darren, el marido de Samantha en Embrujada.
─Si
hemos accedido a mostrarte nuestro secreto es porque nos gustas
mucho. Y no queremos que se acabe así lo nuestro ─dijo
la que estaba más cerca de mi, rodeándome con el brazo.
─Bueno,
un momento, un momento, un momento. Entiendes que esto se haya
complicado un poco, ¿no? ─me
defendí yo, separándome de su abrazo─.
¡Esto es lo más insólito
que he visto en mi vida! ¿Siempre habéis sido así? ─pregunté.
─No,
no siempre. Hubo una época en la que yo era una única persona con
un solo cuerpo.
─Ahá.
¿Y qué pasó?
─Bueno,
te lo explicaré, pero te advierto que es una explicación increíble,
que hay quien no consideraría racional o científicamente
demostrable. Vas a tener que fiarte de mi palabra y tener una mente
receptiva y abierta.
─Tengo
una mente de lo más abierta ─dije
convencido─.
Dispara.
─Bueno,
pues
todo sucedió estando de vacaciones en Marruecos, donde pasé un par
de semanas en compañía de unos amigos. Y durante el transcurso de
ese viaje, en una excursión al Atlas,
ocurrió
que descubrí una lámpara antigua, la froté y…
lo creas o no, ¡de dentro salió un genio!
Sin
duda, otro hubiera escuchado el relato, se hubiera levantado en
silencio, y se hubiera marchado. Pero como acababa de decirle a la
Muchachica,
tengo una mente de lo más abierta, y lo que dije fue:
─¿Cómo
se llamaba el genio?
Tuve
el gran placer de ver como mi pregunta hacía que se cambiasen las
tornas. Obviamente esperaban un mayor nivel de escepticismo por mi
parte.
─Flidriff
─dijo
una de ellas.
─Ahá
─contesté
yo─.
Lo imaginaba. Yo también tuve la suerte de encontrar una lámpara
maravillosa en un recodo del camino que conduce al monte Toubkal. Ni
siquiera estaba escondida. Cuando Flidriff apareció desde su
interior, no me dio la impresión de llevar encerrado cientos de
años: en lugar de darme las gracias y alegrarse, mostró
bastante indiferencia hacia su recién recuperada libertad y solo
acabó concediéndome un deseo tras mucho insistir. Eso sí: tuve que
conformarme con un deseo de medio pelo, algo que no fuera
completamente irrealizable por sí solo. Ahora me doy cuenta del
porqué. Tal vez había gastado buena parte de sus poderes
concediendo un deseo anterior.
─¿¿Conociste
a Flidriff?? ─dijeron
todas
a la vez, flipando.
─Bueno
─reflexionó
la representante de todas en voz alta─,
la verdad es que coincide, porque cuando Flidriff nos concedió
nuestro deseo, procuramos dejar su lámpara en un lugar bien visible,
para que pudiese hacer uso de ella el siguiente que pasara.
─Pues
ya ves. Ocurrió.
─¿Y
tú al final qué pediste? ─me
preguntaron.
─Bueno,
viendo que no podía pedir cosas muy complicadas, al final me decidí
por algo improbable, pero que por leyes probabilísticas tal vez
algún día pudiera suceder. Y debo decir que me lo concedió.
─¿Qué
fue? ─preguntaron
ellas con curiosidad.
─Bueno,
le dije que me gustaría llegar a ver la selección ganando el
Mundial.
Aquello
despertó cierta hilaridad entre las muchachicas. La verdad es que no
sé si seguir usando el plural o el singular. Cuando hablo de mi
Muchachica,
todo se vuelve algo confuso.
─Hay
que reconocer que Flidriff es muy eficaz ─continué─.
Me lo concedió a la primera. ¡Y las Eurocopas fueron de propina!
─Sí
que es eficaz, sí ─continuó
Estela─.
En mi caso, cuando salió, llevaba al menos un siglo o dos encerrado,
de forma que había acumulado poder para conceder cualquier deseo.
Cualquiera. Incluso los imposibles.
─Y
eso fue lo que le pediste: un imposible.
─Bueno,
ni siquiera llegué a formular el deseo. Tan solo me limité a
explicarle mi problema. Y es que soy muy activa. Demasiado. Tengo
ganas de comerme el mundo. Y eso a veces es un problema. No tengo
tiempo para dedicar a todas las actividades que me gustan. Quiero
hacerlo todo: escalar, esquiar, paracaidismo, danza…
Y luego están los amigos... Y los estudios, qué decir: desde
Egiptología y Criminología, hasta Economía, Física, Derecho,
Medicina…
¿Y las vacaciones? Egipto, Australia, la India, China…
¡¡Quería ir a todas partes!! ¡Hacerlo todo! Hasta el momento en
que encontré a Flidriff, ya había ido trampeando, pero aquello no
era sostenible por más tiempo, e iba a tener que empezar a hacer
renuncias. Renuncias muy dolorosas, porque sencillamente no hay
tiempo para todo.
─Entonces
pediste tiempo.
─Exacto.
Y eso fue lo que me concedió. Una manera un tanto peculiar, lo
reconozco, de poder llegar a todo. Y no me quejo. Aunque a veces de
miedo pensar que mis sueños no hubieran sido realizables de no
haber podido disponer de este
ejército de casi veinticinco yos. Pero gracias a ellas, puedo decir
que me siento completamente realizada.
La
interlocutora se detuvo y me miró con una sonrisa de satisfacción.
Las chicas a su alrededor se miraron y se abrazaron entre sí, como
si fueran grandes amigas.
─Bueno…
Casi completamente realizada ─añadió
con tristeza─.
Pero la verdad, por mucho que tenga un montón de compañeras, no
dejan de ser todas yo misma. Y eso significa que en realidad estoy
muy, muy sola. La gente toma las de Villadiego cuando ve algo fuera
de lo común. Nadie se queda a nuestro alrededor mucho tiempo. No
tengo amigas. No tengo novios. Amantes sí, los que quieras.
─Tal
vez demasiados ─repuso
otra.
─A
veces en una misma noche ─dijo
una tercera. Pensamientos laterales que otra persona hubiera retenido
para sí, la Muchachica
los revelaba haciendo uso de sus dobles, un tanto impulsivamente.
Su necesidad de sincerarse ante alguien tenía que ser enorme.
─Por
eso, lo que dijiste el otro día…
─…
aquello
de que te gusto mucho…
─precisó
una segunda voz.
─…
me
encantó ─zanjó
la primera al fin─.
Me sacudió por dentro y me elevó por los aires. Y entonces
comprendí que no deseo perderte. Por eso quería explicártelo todo
y…
─a
punto de dejarse llevar por la emoción, la Muchachica
se detuvo. Otra de ellas tomó el relevo en el relato, aunque también
parecía a punto de hacer pucheros. Todas tenían los ojos
brillantes.
─…
y
ahora, que te lo hemos explicado todo, eres el primero, el único que
ha aguantado todo el relato sin marcharse, protestar o gritarnos que
lo que decimos es imposible, una tontería o un invento. ¡El único!
─…
y
además conociste a Flidriff. ¡No puede ser casualidad! ¡Es una
señal!
─No
me dejes, por favor. Te necesito. No sabes cuanto te necesito.
Bueno,
debo reconocer que aquello era enternecedor, de verdad. No es algo
que te suelan decir veinticinco tías de bandera a la vez. Yo me
resistí, por supuesto. Como se puede entender, seguía teniendo
algunos peros. Aunque la verdad, viéndolas allí a punto de llorar,
se me encogía el corazón. ¿Quién era yo,
me dije sin olvidar el drama personal que había supuesto intentar
separarme de ella aquella misma mañana, para
causar tanto pesar a ellas o a mí mismo?
Total,
que empezó la reconciliación. Y se acercaron a mí. Todas ellas. Y
comenzaron los largos abrazos y los besos también largos.
Afortunadamente, con que besara a una, las demás parecían
contentarse. Aún así, besé más de unos labios. Besé muchos.
La
temperatura fue en aumento. Se notaba que allí íbamos a subir un
peldaño más. Entonces una de ellas, la de las gafitas, se hizo oír
entre todas las demás:
─¡Bueno,
bueno, a ver, organización! ─clamó─.
Vamos a ver: pensemos en todo lo que hay que hacer mañana. Unas
cuantas personificaciones tendrían que irse a descansar mientras las
demás atienden adecuadamente a Enric ─dijo,
despertando un Oooh general─.
Yo me quedo a estudiar otra vez. Mañana tenemos el examen supremo,
de manera que será mejor que busquéis una ubicación más adecuada
para el amor y sobre todo, sobre todo, no hagáis ruido.
Pero
antes de que las cosas fueran a más, alargué la mano de entre unas
cuantas personificaciones que me rodeaban y agarré a la estudiante.
─No
─dije─.
Tú tienes que estar.
Ella
me miró sorprendida.
─Pero…
¿precisamente yo?.…
no
puedo. El examen…
─Por
favor ─le
insistí.
─De
acuerdo ─dijo
ella. Y procedió a quitarse aquellas gafitas que le otorgaban una
personalidad diferente para dárselas a otra. Pero yo lo impedí.
─No
te las quites ─le
insté.
─Pero
sin las gafas, las demás tampoco podrán estudiar ─contestó
alarmada─.
No nos quedan más.
─Me
dan mucho morbo ─añadí
por toda explicación.
Hubo
un momento de tensión infinita. Percibí su lucha interna. Realmente
la Muchachica
había
movido
cielo y tierra para cumplir sus sueños y, quizá por primera vez
desde que se había multiplicado por veinticinco, se encontraba con
un obstáculo en sus planes. Y ese obstáculo era yo. La pausa se
alargó. El resto de las muchachicas permanecieron congeladas
también, con el mismo dilema. Acceder podía equivaler a suspender
el gran examen y, tal vez, romper con algún sueño. Por otro lado,
nuestra primera noche juntos, la primera desde que sabía la verdad,
bien podía valer un sacrificio.
Gané.
Por todo lo alto. La intelectual buscó mis labios con desespero y
fruición, y los encontró. Un poco menos preparados de lo que
hubiese yo sospechado. Alrededor nuestro, todo el comedor pareció
empezar a arder de pasión. Voló la ropa. Las mil prendas que
vestían las muchachicas volaron por los aires y se comenzó a gestar
la gran orgía con la que la
mayoría de los hombres solo sueñan.
Veinticinco chicas desnudas me rodeaban. Nos cogieron a a la
intelectual y a mi en volandas y procedieron a despojarnos de nuestra
ropa sin que en ningún momento dejáramos de besarnos. Enseguida vi
que esto de tener una novia con tantas manos sin duda podía suponer
una gran ventaja.
La
cosa se calentó más. Empezó el folleteo. Yo temía por mi
integridad física. Afortunadamente para mi, las muchachicas parecían
más que satisfechas con darse placer unas a otras. Supongo que no
era mas que una forma de masturbación. Por fortuna, puesto que así
no tuve que ser yo quien apagara el fuego de veinticinco tías ávidas
de sexo. Con cinco o seis tuve de sobras, creedme.
La
noche fue muy larga. Debían ser hacia las tres o las cuatro de la
mañana cuando desperté, en un colchón de regazos de muchachicas.
Había diez o doce que me hacían caricias y mimos por todo el
cuerpo. Otras yacían a nuestro alrededor, dormiditas. Era hermoso
ver a algunas abrazadas a sus copias.
Me
di cuenta de que había una luz encendida todavía en aquel
salón donde había tenido mi primer ménage
à vingt-cinque.
La luz era la de la cocina. Una de las muchachicas, de espaldas a mi
y desnuda, como todas las demás, se había subido a un taburete y se
había puesto a estudiar. Otra estaba junto a ella. Parecía intentar
ayudarla de alguna manera. Adiviné que se trataba de la intelectual.
A pesar de todo, la Muchachica
había seguido en sus trece. Había atendido a mi necesidad sin por
ello renunciar a la suya propia.
Miré
las caras de las chicas que seguían haciéndome mimos. El masaje a
veinte manos se estaba cobrando su tributo. Cerré los ojos,
satisfecho, y me pregunté por el futuro. ¿Qué cabía esperar a
partir de aquel momento glorioso?
Debí
haber supuesto que una vez alcanzada la cumbre de tu existencia, ya
solo te queda un camino: descender.