Estuve
realmente chafado el resto del domingo. No era para menos. Supe que
me había enamorado de nuevo. Precisamente de quién no debía. Me
sentí como Camilo Sexto cantando
Vivir
así es morir de amor.
Paseé.
¿Qué más se puede hacer? Quería llamar al Maikel, explicárselo
todo. Hablar
me
podía
ayudar también. Pero comprobé que mi móvil estaba muerto. Llevaba
sin batería a saber cuantas horas. Pues nada. Ya habría tiempo para
la confesión.
Imaginé lo que me respondería
en cuanto nos viésemos y
yo le dijera: «Mira
Maikel, lo que me pasó. Tenías razón, como siempre. Dos hermanas
gemelas jugaron conmigo y después se escondieron en la identidad de
la otra, sin reconocer quién de las dos era la que me había llevado
allí en primer lugar».
«Si
ya te dije yo que aquella moza no te convenía, Enric,
¡que
están p'allá!
Yo las conocí en otra noche loca,
me lo pasé de fábula y tal, pero después, cuando empezaron con sus
tonterías y vi de qué palo iban, preferí salir corriendo. Y ya
está. Mira, darte cuenta ahora, cuando todo acaba de suceder es casi
lo mejor que te podría pasar. Imagina
si hubieras llegado a quedarte pillado de una…»
¿Y
qué le habría dicho yo a continuación al Maikel de mi imaginación?
No conseguía pensar
en otra cosa que no fuera la Muchachica.
Sobre
todo no
podía dejar de acordarme de la tarde anterior, del breve interludio
que habíamos compartido en aquella feria. Su risa. Su risa. En mi
cabeza no parecía haber espacio para nada
más.
Hubiese dado cualquier cosa
por haber vuelto a disfrutar de aquella risa suya. Tener que volver a
aprender a vivir con su ausencia era lo que más me dolía. Me pasé
la mano por la cara. Descubrí una lágrima.
Me
sentí un idiota. Tenía que olvidarla, y olvidarla pronto. Hay una
palabra para describir las personas que son como la Muchachica:
encantadoras. Personas que son tan agradables que no pueden evitar
que otros a su alrededor caigan en el embrujo que provocan y puedan
llegar a
enamorarse.
Una mujer encantadora es una persona peligrosa incluso a su pesar. Yo
las llamo «encantadoras de serpientes», porque con una mirada te
pueden obligar a bailar a su son. Supongo que por eso hay tantas tías
atractivas que son superbordes, ariscas o inaccesibles para no
despertar demasiadas pasiones a su paso; pues bien, tenía que
hacerme a la idea de que yo había caído víctima del influjo de una
encantadora de serpientes. Y solo tenía que ser consciente de ello y
seguir con mi vida. Eso lo haría más fácil.
Llegué
a mi casa cuando ya anochecía. Mi cuartel general estaba más bien
desordenado. Con razón: en las últimas cuarenta y ocho horas había
pasado tan solo un par de veces a ducharme y cambiarme a la velocidad
de Clark Kent convirtiéndose en Superman.
Había mogollón de cosas por
hacer. Puse
a cargar
el móvil y empecé a desempeñar las penosas actividades domésticas.
Es curioso, pero el único momento en que no te molesta fregar el
suelo o poner lavadoras
es cuando sufres de mal de amores. A mí por lo menos, me pasa: Lo
que necesito es
una tarea la mar de aburrida
en la que pueda ocupar toda mi mente y no pensar en lo desgraciado
que soy. Es un poco como
ver la tele, actividad a la que me puse rápidamente en cuanto acabé.
Me eché en el sofá frente a la pantalla. Pero en cuanto me di
cuenta de que las únicas imágenes a las que mi mente permitía el
acceso eran las de la sonrisa de la Muchachica,
me revolví con rabia y dejé de engañarme y pretender que tenía
algún interés en las tonterías que salían del aparato. El
teléfono se había cargado ya. Lo encendí. Hablar con el Maikel de
carne y hueso podría hacerme bien.
Entonces
flipé. Mi móvil había acumulado ¡cuarenta y dos llamadas
perdidas! Comprobé que dos eran del Maikel, una de mi madre y el
resto eran de la Muchachica.
Me había llamado todas las horas del día un mínimo de ocho veces.
Y no solo eso: también tenía mensajes. Todos decían más o menos
lo mismo: «Te
debo una explicación. Pero es complicada. Llámame. Besos».
Besos. Sí, besos y otras cosas. Eso era lo que me gustaría de ella,
pero no sabía si debía. Decidí que una disculpa no tenía
porqué ser
perjudicial, y no significaba un paso adelante. Era
probable que después
de aquello pudiéramos dejarlo de forma un poco más civilizada
y sin el amargo regusto de boca actual. En resumen: ¿qué daño
podía hacerme? Hablaríamos.
Cogí
el teléfono y ya estaba marcando, cuando ella se me adelantó; en la
pantalla apareció «Muchachica»,
que era la manera como, a falta de un nombre mejor, había registrado
su teléfono. Contesté. Era ella. O su hermana. Fuera
quien fuese lloraba.
Estuvo unos instantes haciendo pucheros por teléfono, de manera que
casi no la entendía. La verdad es que me partía el corazón oírla
así. Hubiese querido estar junto a ella para consolarla. Entonces
recordé que aquello era parte del embrujo de la encantadora. Tenía
que ser fuerte.
─Vamos
por partes ─dije─.
¿Cuál es tu verdadero nombre?
─Estela.
Me llamo Estela
y
siempre me he llamado así, desde que nos conocimos en la discoteca.
─¿Así
que eres tú la que conocí allí?
─Sí.
─¿Cómo
puedo saberlo seguro?
─Tendrás
que fiarte de mí.
─Muy
bien, pongamos que te creo. ¿Cómo se llama tu hermana?
─Tengo
una hermana que se llama Evelyn, pero…
─Con
eso me vale ─la
corté─.
¿Por qué tu hermana se hace pasar por ti?
─…
─¿Estela?
─Estoy
aquí, estoy aquí. Solo que…
es
complicado. Tendrías que venir. Prometo que te lo explicaré todo.
Aunque verás que hay cosas de mi vida que son algo difíciles de
asumir.
─Pero,
¿te das cuenta de lo que me pides? Ponte
en mi lugar: ¿Qué pasará si voy? ¿Cómo sé que me dirás la
verdad? ¿Podrías ser ella haciéndose pasar por ti? ¡Sois iguales!
¡Indistinguibles! ¡Tal vez nunca pueda saber a ciencia cierta a
cual de las dos tengo delante! ¿No crees que tengo razones para
estar inquieto?
─Las
tienes, es cierto, pero todo quedará explicado si vienes ahora. Ella
estará presente. De manera que no temas.
─¿Ella
también estará?...