Al
principio, yo mismo busqué una posible explicación. Debían
llamarla así porque era del norte. En mi cabeza estaba claro. La
Muchachica,
sin duda era una pequeña
pamplonica
o tal vez una mañica
pequeñica,
qué sé yo. En mi ignorancia, di por buena aquella simple
explicación y ahí me quedé. No tardaría en darme cuenta de mi
error.
La
vi por primera vez bailando en una discoteca. Destacaba. Destacaba
como una luz en la oscuridad, atrayendo a todos los moscardones,
polillas y demás insectos, ávidos por conquistarla, por acercarse.
Era imposible ser varón y no fijarse en ella. Bailaba con
desparpajo, sin complejos, luciendo en todo momento una encantadora
sonrisa. Iba sola. No parecía necesitar refugiarse en la comodidad
del grupo de amigas. Sabía exactamente lo que quería. Pelo rizado,
pelirrojo, se encrespaba
justo por encima de los hombros. Lucía un vestidito de color gris
brillante
con tirantes y que
dejaba una buena parte de la espalda a la vista, por no hablar de
unas piernazas que la corta faldita volandera permitía exhibir sin
pudor: largas, tersas, atléticas. Más señas, solo para machos:
interjección de quien no es capaz de articular sonido alguno para
describir lo que está viendo; buf,
chaval; demasiao
pa'l
body;
un
pibón
de bandera; lo flipas, tío;
vaya jaca…
Podría
seguir, pero espero que os vayáis haciendo a la idea.
Mi
colega de toda la vida, el
Maikel,
un tipo bastante tonelete aunque muy buen pavo que en realidad se
llama Miguelito, se dio cuenta de que me había quedado pasmado
contemplando sus evoluciones sobre la pista de baile. Por
lo visto, hasta
se me olvidó por completo el cubata que sujetaba. Pues nada. Se puso
a mi lado y me despertó de mi letargo diciéndome:
─Anda,
mira, la
Muchachica.
─¿La
«Muchachica»? ─pregunté
yo.
─Es
como la llaman.
─Está
buena ─dije.
─Está
tremenda ─respondió
el Maikel─.
Y la
opinión generalizada es que en la cama es extraordinaria. Como no
hay otra. Y también es bastante abierta, si se me entiende. Tiene
reputación de chica fácil.
─¿Cómo
de fácil?
─Muy,
muy fácil.
─¿Y
cómo lo sabes?
El
Maikel
no contestó, pero me miró directamente a los ojos, se puso la
pajita del cubata en los labios y sorbió sin decir ni mu.
─No…
─dije
yo, incrédulo.
Él
siguió sin hablar, pero
cejeó un par de veces, dando a entender que sí, que por supuesto,
que había marcado con la Muchachica.
─¿Te
has tirado a ese bombón?
─Mi
generalizada opinión es que es extraordinaria.
Y lo digo muy en serio.
─¡No
me habías contado nada!
─¡Porque
nunca te lo cuento todo! ¡Hay que saber preservar el
misterio!─Entonces,
tú sabes porqué la llaman la Muchachica, ¿no?
─¿Te
gusta?
─Pues
claro.
─¡Entonces
ve allí,
y averígualo tú mismo!
Y
eso hice. Bajé del mirador desde el que el Maikel y yo solíamos
inspeccionar el «ganado»
y me dirigí a la pista donde se meneaba el pibón junto a su cohorte
de moscardones ansiosos. La Muchachica era toda energía: se
desmelenaba dando vueltas como una peonza, bailando con los ojos
cerrados, ajena a todo menos a la música. Llegué a pie de pista. Y
entonces algo ocurrió: de repente la voz de Ivana Spagna, comenzó a
clamar, «call
me, call me»
desde los altavoces. La canción provocó un estallido de alborozo de
la Muchachica, que abrió los ojos justo cuando se encontraba delante
de mí. A mí también me gustaba esa canción e hice un gesto parejo
de júbilo. Esa
leve afinidad que nos convirtió por un instante en almas gemelas,
hizo que ella me cogiera del brazo y me sacara a
bailar, para mayor fracaso de la compañía de fastidiosos insectos,
algunos de ellos más musculosos, bien vestidos y atractivos que yo.
Si no hubieran puesto aquella canción precisamente en aquel
momento, sería otro el que estaría hoy explicando esta
historia. Pero la fortuna me sonrió a mí. Yo fui el elegido.
Disfruté
el baile. La proximidad aventuró pícaros toqueteos. Nunca olvidaré
aquel
primer contacto con sus caderas, ni el contorneo de su menudo
cuerpecillo bajo mis dedos.
Algo
sucedió mientras bailábamos. Algún brillo en sus ojos nos enlazó
aquella noche y evitó que nos separáramos. El resto de la velada
transcurrió en una especie de nebulosa. Casi no conservo recuerdos
de ella. Creo que después de unas cuantas canciones, por fin,
pareció que se cansaba y nos acercamos a la barra. Empezamos a
charlar. Creo que en algún momento la besé. Y finalmente, acordamos
marcharnos juntos «a
un lugar más tranquilo».
Me despedí del Maikel a distancia. Le hice un aspaviento diciendo:
«Nos
vemos. Te llamo».
Y él me respondió con otro gesto: «¡Ah,
sinvergüenza! ¿Era o no era una chica fácil?».
Inútil
sería tratar de explicar el trayecto hasta su casa. Estábamos algo
achispados, por decirlo suavemente. Incluso lo que ocurrió en la
habitación lo recuerdo confuso. Y es una pena. La primera vez que
una chica se desnuda ante
ti debería ser un acontecimiento precedido de una adecuada
fanfarria, Pero
la verdad es que de aquella
noche solo retengo
retazos inconexos de pasión, lametones,
mordisqueos, risas y gozoso vaivén. Creo que ella se ponía arriba,
mayormente.
A
la mañana siguiente, me desperté en cama ajena. La satisfacción de
saber cumplidas mis obligaciones como macho ibérico equilibraba el
clásico martilleo con que la resaca da los buenos días a los
transnochadores. Pero la curiosidad pudo más que sus mareantes
efectos. Me incorporé lo suficiente para contemplar detenidamente el
Premio al Campeón de la Noche. Levanté la sábana.
Vaya.
A
veces, mujeres que lucen mucho cuando están bien vestidas y
emperifolladas, resultan una decepción cuando después se quitan la
ropa. Esto no ocurría con la
Muchachica. Vaya cuerpecico se
gastaba
la Muchachica. Era
menuda,
cierto. Pero parecía haber sido especialmente diseñada para
descontrolar neuronas
masculinas.
Cada
redondez suya parecía seguir un plan maquiavélico. Cada
una de sus curvas habían sido trazadas con la habilidad y capacidad
estética de un maestro. Y
soy delineante. Sé de lo que hablo.
Contemplándola
me entraron ganas de echar otro polvo. Uno del que pudiera
conservar algún
recuerdo. Esperé que se despertara sola, lo que no tardó en
ocurrir. Su cara dulce y perezosa no pareció sorprendida de que yo
hubiera pernoctado a su lado. Al contrario. Nos dimos los buenos días
y se me abrazó. En efecto, nada indicaba que le hiciera ascos a
tenerme al lado, lo
cual no es un mal principio para una relación.
Yo
tenía que irme a trabajar, aunque fuera sábado. Un proyecto que
tenía que entregarse el martes. ¡El maravilloso mundo de los
autónomos!
─¡Uy!
─dijo
ella decepcionada─
¡Qué pena! ─la
Muchachica también tenía ganas de juerga─
¿No puedes quedarte ni que sea un ratito más? ─añadió
con expresión tristona─
¡Bah! Aunque a decir verdad yo también tengo un montón de cosas
por hacer…
pero
pocas
ganas de hacerlas, la verdad…
Uhm…
Déjame
pensar…
Y
de repente se levantó, desnuda como iba, fue a la puerta del
dormitorio y la entreabrió sin cruzarla, inclinándose para hablar
con otra chica que estaba al otro lado.
─…¿Te
importaría sustituirme esta
mañana? ¡Por favor, por favor! ¡Por lo que más quieras!
En
aquella pose, las nalgas más perfectas que he visto en mi vida
parecían saludarme. Contemplé aquel
precioso cuerpecico serrano…
Bueno,
no, mejor dicho, aquel
cuerpecico pirenaico que se gastaba la Muchachica. Y la hinchazón
que había empezado a sentir en la entrepierna empeoró. Bastante.
Por
lo visto, la chica del otro lado debió de asentir a la propuesta,
porque la Muchachica se puso muy contenta.
─¡Gracias,
gracias, gracias! ¡Te lo devolveré! ¡El lunes iré yo a tomar
apuntes de Econometría!
Y
en un par de botes volvió a la cama y me abrazó de nuevo.
─Ya
está. Ya no tengo nada que hacer. Y ahora que he hecho un sacrificio
por estar un ratito más juntos, estás obligado a hacer lo
mismo…─dijo
con picardía. Y antes de esperar una respuesta, me echó una mirada
con sus grandes y brillantes ojos marrones que hubiera podido fundir
un polo en segundos. Y no contenta con eso, su mano llegó hasta mi
paquete y empezó a juguetear con él hasta que me tuvo a
punto de explotar.
Perdí
el control. Una polla puede más que
muchas mentes. Y la mía tomó el mando. Follamos de nuevo. Con brío,
con alegría, con desparpajo, sin complejos. el Maikel tenía razón:
la Muchachica era extraordinaria en la cama. Extraordinaria, sí.
Aunque a pesar de todo, no sé…
Creo
que su advertencia al respecto me había hecho fantasear demasiado…
No
es que quedara decepcionado, ni mucho menos. Disfruté cada momento.
Solo que…
había
esperado más.
Naturalmente,
aquel
día llegué tarde
a trabajar. Pero
oye, peor para ellos. Contratan a jóvenes de 24 años, y ¿Qué
esperan? ¿Puntualidad? ¿Un sábado por la mañana?
Cuando
por fin, después del segundo polvo, la Muchachica aceptó
deportivamente que me tenía que
marchar, pude por fin apreciar como era el piso donde vivía, aquel
piso que la noche anterior,
con el calentón y el puntillo,
me había pasado completamente desapercibido. Me sorprendió su
tamaño. Era gigantesco. Saliendo de la habitación crucé un pasillo
que tenía un montón de puertas a cada lado. No menos de nueve. Y
todas estaban numeradas, como las habitaciones de un hotel. La verdad
es que no me fijé cual era el número de mi puerta. El pasillo
desembocaba en un espacio redondo, inmenso, y con grandes ventanales,
que parecía hacer las veces de salón, comedor y también cocina.
Imaginé
que la Muchachica debía vivir con
sus
padres, sus hermanos y quién sabe si también tías y abuela. Por
las dimensiones del apartamento, no me hubiera sorprendido saber que
sus padres fueran del Opus y que ella fuera miembro de una familia de
diez hermanos. En lo primero, me equivoqué. En lo segundo…
pues
no tanto.
A
la hora en que me fui, en la inmensa sala común no había nadie.
Estuve a punto de formularle a la Muchachica alguna de las mil
preguntas que habrían contribuido a aliviar mi curiosidad, pero no
pude. ¿He dicho ya que la Muchachica
era un cúmulo de energía? Pues no, era una supernova. Parecía
sufrir de hiperactividad. Y en aquel
momento lo mostraba con su verborrea. Se había puesto a hacer una
detallada enumeración de las mil actividades con las que llenaba su
tiempo, aunque yo, la verdad, pronto perdí el hilo y fui contestando
con el piloto automático. Cuando me hallé en la puerta nos
interrumpimos por la más acuciante necesidad de intercambiar
teléfonos, la promesa de volver a vernos pronto y un apasionado beso
de despedida.
Al
llegar a la calle, vi que en el papelito que me había dado, solo
estaba su número de teléfono. Me había pasado toda la noche en su
casa, habíamos follado como mínimo dos veces, y seguía sin saber
su nombre.
─¡Mecachis!
─Protesté.
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