Entrada 49
Hace unos días, un nuevo cartel llamó mi atención. Junto al margen de algunos ríos, señalaban el siguiente mensaje misterioso: “tramo libre sin muerte”. Me he indignado. ¿Cómo tramo sin muerte? Eso si que no lo había visto en la vida. ¿Como es posible que existan lugares en el mundo que estén exentos de la mayor de las certidumbres de la vida? ¡Eso no puede ser, hombre! ¿Y si resulta que necesitas cargarte a alguien urgentemente y estás en un “tramo libre sin muerte”? ¿Entonces qué? ¿Te chinchas? ¡Es injusto! ¿Y como puede hacer valer uno sus derechos ante otro tipo si no puede cargárselo para asegurarse de que no le pisotea? ¡Es lo peor que he oído en la vida! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
En un movimiento reflejo, he sacado la Magnum para comprobar que, efectivamente aquél tramo estaba sin muerte. ¿Donde se meterán los peregrinos cuando los necesitas? He esperado. El cabrón se ha hecho esperar. Iba xino-xano, como si tuviera todo el tiempo del mundo para aguantar su lentitud.
La bala de la Magnum ha entrado en su cavidad torácica y ha salido por el otro lado con un gran salpicoteo de sangre y menudillos. El pavo ha seguido caminando a pesar del tiro. Efectivamente es un tramo sin muerte.
Pero quería una segunda opinión: me he puesto el pistolón en la sien y he apretado el gatillo. PUM.
Bueno, pues parece que definitivamente era un tramo sin muerte, ya que sigo aquí. De todas maneras nadie había dicho que fuera un tramo sin dolor. El dolor estaba ahí y era intenso. Y también lo era la pérdida de masa encefálica.
Sin embargo, debo reconocer que a medida que mi cerebro se iba colando por el agujero abierto por la bala, mi mente iba quedando en blanco: una sensación pacífica y placentera, la verdad. Preocupaciones, tensiones y otras miserias han ido escapando por el agujero junto con mi capacidad para hablar, pensar, leer y como no, escribir. Me temo, pues, que esto sea el fin del diario.
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