A los pocos días entraba en casa de un perfecto desconocido para realizar la que iba a ser mi primera experiencia de lucha casera propiamente dicha. Era un muchacho que tendría a lo sumo dos o tres años más que yo, bastante alto y de pelo rizado, aunque corto en la nuca y en los laterales de la cabeza. Era muy majo y hospitalario: no dejó de hacer bromas todo el rato y me ofreció algo de beber. Se notaba que quería que me encontrara a gusto, cosa que agradecí, pues estaba algo tensa. Se llamaba Marcel. Hablamos un poco. Le expliqué que era primeriza en ésto y que no debía esperar mucho de mi. Estuvo encantado. Para él no suponía la primera vez del todo, aunque sí con una desconocida. Había luchado contra amigas suyas que no acababan de entender su extraña afición. Le dije que por mi parte no había problema. Yo si le entendía. Poco mas dijimos: había llegado el momento.
Marcel tenía el comedor preparado: disponíamos de un espacio muy amplio para pelear. Marcel se había pasado la mañana apartando muebles y había cubierto el suelo de colchones y mantas. Se lo había currado mucho: realmente allí había alguien que tenía al menos tantas ganas de combatir como yo misma.
Me propuso ir a una habitación para cambiarme si prefería, pero rehusé: al fin y al cabo había venido con todo lo que hacía falta puesto. Me despojé de la camiseta y los pantalones: debajo llevaba un sostén de deporte negro y unas bragas a rayas azules que no entrarían dentro de mi concepción de "ropa interior sexy" pero que eran muy cómodas y sufridas.
-¡Uau! -se le escapó a él, celebrando la contemplación de mi cuerpo y demostrando una vez más que los ojos de los tíos nunca se fijan en la ropa interior.
-¡Gracias! -solté yo, sonriendo- Tu tampoco estás mal -agregué. Y era verdad: Marcel no era muy corpulento, pero estaba fibrado, eso sí. Y debía considerarse un macho afortunado, a juzgar por toda la hombría que se intuía en su abultado paquetón. A priori el combate no se presentaba tan sencillo como con el tirillas del "Jepo". Probablemente me tocaría perder, pero me daba igual: había venido a aprender. Ya llegaría mi momento.
Marcel sonrió también. Me explicó las normas: no estaban permitidos los golpes, pellizcos, tirones de pelo, ni torceduras o agarrones de elementos corporales que no tuvieran huesos dentro; jugaríamos tres asaltos y ganaría el mejor de dos; si alguien quedaba inmovilizado, podía pedir tiempo muerto para respirar, pero después se reanudaría el combate desde la misma posición en que se hubiera interrumpido; el asalto acabaría cuando uno de los dos se rindiera. Uno podía rendirse de viva voz o, si estaba imposibilitado para hablar, podía dar golpecitos en el cuerpo del otro. Marcel me enseñó como.
Una vez claras las reglas, nos dimos la mano deseándonos suerte, volvimos a nuestros rincones y dimos por iniciado el primer round. Por algún lugar de mi cabeza, mis ancestros, que se habían vuelto a reunir para contemplar mis habilidades, comenzaron a tocar una vez más sus djembés. Marcel se acercó a mi, con la cabeza baja y los brazos abiertos. Yo también me agaché como hacía él, y me puse en guardia procurando anticipar cualquier ataque. Intentó agarrarme la mano derecha. Bloqueé el movimiento. Lo intentó con la izquierda. Lo rechacé nuevamente. Lo intentó un par de veces más, mientras rodábamos, estudiándonos, contemplándonos, igual que los boxeadores ruedan en torno al centro del ring. Y de repente, la contemplación acabó. Marcel atacó súbitamente, haciendo que los djembés aumentaran el ritmo. Se empleaba a fondo. Iba a tener que currármelo bastante.
Marcel consiguió atrapar una de mis piernas y empezó a empujar con el cuerpo. Apoyada en un solo pie, cedí, y a pesar de los colchones me pegué un dolorosísimo costalazo que me dejó sin aire. Aquello iba en serio. Ya no me enfrentaba a unos pazguatos que solo estaban calentando la cama como paso previo al folleteo; ya no estaba jugando a los besitos: ¡Éramos dos gladiadores luchando en el circo romano! Cuando me recuperé, Marcel me tenía atrapada con los brazos sujetos al tronco y
con su cuerpo presionaba mi propia rodilla contra el abdomen. Además, su pierna izquierda se había puesto en una posición que inmovilizaba completamente mi pierna derecha. Era lamentable: en dos segundos me había puesto a su merced, como en los vídeos que había visto, solo que esta vez era yo la víctima. Tenía que liberarme. Los músculos de las piernas son los más fuertes de todo el cuerpo, de manera que empecé a presionar para liberar mi rodilla. Su manera de retener mis brazos no resultaba muy eficaz y me permitía todavía cierta libertad de movimientos, de manera que los moví también. Entre la presión de la rodilla y la de los brazos, conseguí que los suyos flaquearan al fin y liberé la pierna derecha, lo cual fue un gran alivio. Pero con un leve giro, Marcel se sentó justo a mi lado y me aferró fuertemente la cabeza, por encima de uno de mis brazos y por debajo del otro. Había hecho justo lo que él quería. Su nueva posición dejaba la mitad de mi cuerpo inútil. Pero se notaba que Marcel también era novato y que sus presas tenían debilidades, porque aunque me costó, también conseguí evadirme de aquella. Sin embargo, al liberarme, acabé tendida boca abajo sobre los colchones. Me percaté de que aquella posición me situaba en desventaja, pero fue demasiado tarde: Marcel se estiró sobre mi cuan largo era, coló un brazo bajo mi cuello y me practicó un ahogamiento perfecto. Tan perfecto que me cortó la respiración, el muy bruto. Mis manos tuvieron problemas para encontrar su cuerpo y dar las dos palmadas de rigor. Cuando me soltó, recuperé el resuello. Protesté por el estrangulamiento, pero acepté mi derrota: me había vencido con autoridad. Lejos de frustrarme, sentí que las apuestas habían subido.
Marcel estaba sudoroso y con la respiración agitada. Yo también. Más, incluso.
-Bueno, bueno, bien jugado -dijo, condescendiente-. Un poco corto, pero muy prometedor.
En el segundo asalto, estuve mucho más en guardia, y me fue mejor. Empezamos agarrándonos de las manos. Yo forcejeaba a un lado y al otro para echarle al suelo. Él buscaba mi cabeza y mi cuello para efectuar una presa. Creo que él dijo algo entonces, algún estúpido comentario entre gracioso y elogioso, pero no lo pudo acabar: en aquél momento conseguí trabar una de sus piernas y le hice perder el equilibrio. Mi primera pequeña victoria.
En el suelo la cosa se volvió confusa: ahora estaba sobre él, intentando agarrarle por el cuello...; de pronto luchaba por escapar de sus piernas, que intentaban cerrarse sobre mi tronco...; más tarde me sentaba sobre su tripa, controlando sus rodillas pero dándole la espalda...; luego me revolvía, escapando de un intento de captura... De repente me encontré con uno de sus brazos. Me aferré a él con ambas manos y estiré todo el cuerpo llevándolo conmigo, al tiempo que estiraba mis piernas por encima de su torso. Casi por casualidad había conseguido mi primera inmovilización. Lo retuve así todo lo que pude: el combate tenía que ser vencido prácticamente por resistencia y, la verdad, tampoco sabía como continuar. Mi primera presa había sido muy improvisada. Se notó que me faltaba técnica cuando al poco rato lograba zafarse. Y a partir de allí, el combate empezó a torcerse. Marcel, que hasta el momento había estado a la defensiva, pasó al ataque. Me defendí como pude, se lo puse tan difícil como supe, pero al fin, al cabo de 49 minutos y tras pasar los últimos 5 con sus piernas cruzadas a mi espalda, dejándome los brazos inútiles y con sus manos obligándome a mirar hacia el techo, claudiqué.
Marcel había ganado la contienda. En principio no había motivo alguno para realizar el tercer asalto. Bueno, quizá él no lo tuviera, pero yo si. Si algo me había quedado claro el segundo asalto era que estaba a su altura. Le podía vencer. Insistí en que jugáramos un asalto mas. Él aceptó de buena gana.
Y una vez más, nos enzarzamos. Enseguida conseguí aferrarme a su tórax e intenté levantarle para echarle al suelo. Al parecer, él no me había juzgado capaz, por eso le sorprendió sobremanera cuando por fin, sus pies se separaron de los colchones y conseguí derribarle. A continuación aferré su pie izquierdo y su mano derecha y los forcé lo más juntos que pude, pero me costaba horrores e iba perdiendo terreno poco a poco. Definitivamente no era el camino: estaba haciendo las cosas difíciles y perdiendo mucha energía. Entonces decidí olvidarme de la parte inferior de su cuerpo y tratar de inmovilizarle la cabeza con todas mis extremidades. Conseguí que una pierna inutilizase uno de sus brazos. Abracé juntos el otro brazo y la cabeza en la que fue mi segunda presa eficaz del día. Aguanté
todo lo que pude pero la parte inferior de su cuerpo vino a ayudar. Liberó el brazo derecho. Una victoria pírrica, porque enseguida lo asalté y uní el miembro liberado junto al prisionero dentro de la misma presa. Mi inmovilización comenzaba a tener visos de victoria. Marcel era un tío que no sabía vestirse y yo, un jersey demasiado estrecho que no podría quitarse sin ayuda. Lo intentó. Rodó. Entonces decidí que su libertad de movimientos era excesiva para mi gusto y me senté a horcajadas sobre él. Estaba indefenso. A mi merced. Siguió revolviendo las piernas en busca de una posición liberadora pero solo logró que me pusiera más cómoda sobre su cuerpo. Marcel sonaba extenuado y yo estaba tensa, pero todavía no cansada. La victoria estaba servida.
-Avisa cuando quieras rendirte -le solté, riendo, desde mi aventajada postura. Marcel me devolvió la sonrisa.
-¿Va a hacer falta? Llevo un rato intentando soltarme y no hay manera. ¿De verdad es necesaria la humillación?
Bueno, ese reconocimiento tácito de la derrota sonó a mis oídos mucho peor que cualquier "me rindo". Me enterneció ver a Marcel sometido, vulnerable. Y como ya entonces empezaba a pasarme, me puse a 100. Le besé con pasión desatada, todavía sin soltarle. Quería mi premio y me lo iba a tomar sin demora. Él no puso objeción. Es más, creo que secretamente lo había estado esperando a lo largo de toda la tarde. Procedí a despojarle y despojarme de la poca ropa que nos cubría, procurando no soltarle. Me excitaba mucho más si obtenía mi trofeo justo allí, en el terreno de combate, en el coliseo, en la misma arena. Logré dejarnos a los dos en cueros, aunque a decir verdad, la ayuda de Marcel en éste menester fue inestimable. Una vez la hube liberado, deslicé su ansiosa verga en mi interior y comencé a cabalgarle. Y lo cabalgué largo y tendido, siempre encima, a un ritmo creciente, siempre creciente. Frenético, al fin. Y en el terreno del sexo también Marcel terminó por rendírseme, y se corrió con un orgasmo explosivo, liberador. Yo duré algo mas: poseerle de aquella manera me causaba un indescriptible deleite. Gocé como nunca. Y tuve el orgasmo de mi vida.
Mi primera tarde de lucha mixta acabó así: con una derrota con sabor a victoria y un polvazo para celebrarlo. Me lo había pasado de miedo. En cuanto a Marcel... digamos que había superado sus expectativas. La posibilidad de consumar conmigo tras el combate se la había planteado, si... Pero como una fantasía más bien remota. Bueno, tuvo suerte de que fuera yo y no otra.
Quedamos mas veces, como cabría esperar. Marcel era un rival digno, que me obligaba a emplearme a fondo. O al menos, así fue en un principio. Varios combates después, ya no estaba tan segura: en el intervalo que separaba nuestros encuentros, yo me ejercitaba; rememoraba una y otra vez las luchas; miraba vídeos; tomaba nota mental para mejorar mi técnica y además el ejercicio regular me hacía ganar fuerza. En definitiva: poco a poco me iba haciendo una rival más dura. ¿Y él? Pues pasaban varias semanas sin que nos viéramos y podía ser perfectamente que Marcel no hubiera realizado ningún otro combate, ni se hubiera entrenado, ni siquiera hubiera vuelto a pensar en luchar. Hasta donde yo se, Marcel solo luchaba conmigo.
Pronto quedó claro que luchando solo contra él me iba a estancar. Pasé de ganarle algún asalto de forma ocasional a imponerme en el combate por dos asaltos al principio y, no mucho después, cuando jugábamos por diversión el tercer asalto, llegué a vencerle también ese.
Un día al llegar a su casa, me presentó a un compañero que también había venido a luchar. Me alegré, como puede adivinarse, porque me parecía buena idea introducir algo de variedad en nuestros encuentros. Pero eso fue hasta que combatí contra él. Le vencí incluso con mayor facilidad que a Marcel. Sospecho que el novato había venido atraído por las historias subiditas de tono que le debía haber explicado su amigo, pero no porque tuviera verdadero interés en la lucha.
Entonces me di cuenta de porqué Marcel estaba dejando de servirme como contrincante.
Los sentimientos que impulsan a hombres y mujeres a la lucha mixta son diferentes. En general una chica puede sentirse atraída por la autoafirmación, la sensación de empoderamiento, de competición... Pero a ellos casi siempre les atrae el erotismo. Y aunque yo más que nadie, soy capaz de entender el fuerte componente sensual siempre presente en las peleas mixtas, creo que Marcel fue víctima de un cambio de prioridades que no me gustó: el sexo empezó a tener preponderancia sobre el combate. Fue culpa mía, naturalmente: su interés por el combate devino en un pasatiempo extraño y excitante, y yo me había convertido en su fantasía hecha realidad, en su dosis mas o menos segura de sexo. Vaya, que se lo había puesto demasiado fácil. Ahora él me "recompensaba" poniéndomelo fácil en los combates, en espera del "premio de consolación" que, sabía, le esperaba tras mi victoria. Mientras, el regocijo que yo obtenía se fue reduciendo en un lento "decrescendo".
Aquella noche, mientras me los tiraba a los dos -dejándome llevar por un impulso que no he repetido desde entonces-, decidí que Marcel había dejado de valerme. Para mi, el combate era primordial. No volví a quedar con él.
Para entonces ya había hecho nuevas incursiones en el mundillo de la lucha mixta. Había conocido nuevos rivales, mucho más experimentados que Marcel, y más difíciles de ganar. Jugué contra varios
de ellos. También me enfrenté a algunas chicas. Se aprende mucho de otras que llevan en ésto más tiempo que tu. Volvía a sentirme como una novata. Acumulé algunas derrotas, pero poco a poco, con esfuerzo, empecé a cosechar también alguna que otra victoria. Y mis rivales nunca me regalaron nada. Era yo y solo yo quien las conseguía, a través del tesón y el esfuerzo.
Pronto me enfrenté a otro problema: empecé a vencer a tíos poderosos pero con los cuales no fue posible obtener mi "premio" habitual, bien porque estábamos acompañados (a veces participé en torneos donde éramos varios contendientes) o bien porque el tío vencido ya tenía pareja e iba a mantenerse fiel a ella. Algo muy digno de aplauso, pero que a mi me dejó a dos velas en demasiadas ocasiones. Me di cuenta de que faltaba algo más en mi vida. Puntualizo: no "algo" sino "alguien" y empezaba a tener claro como iba a tener que ser ese alguien.
Conocí a Matías en casa de unos amigos comunes que nos habían invitado a hacer lucha casera en su jardín. Por entonces Matías era un neófito en esto de la lucha y yo, una veterana que se había ganado cierta reputación. Era más alto que yo por media cabeza. Una cabeza calva, por cierto. Una calva lisa, sin irregularidades, de esas que hacen venir ganas de besar y arrullar. Enseguida me sentí atraída por su simpática calva, su cara de bonachón y esos ojos que desde el principio empezaron a estudiarme furtivamente. Nos emparejaron juntos, aparentemente por casualidad, los muy liantes. Su cuerpo estaba lejos de ser fibrado por aquél entonces, pero tenía los hombros anchos y los brazos gruesos y
fuertes. Estaba claro que iba a resultar una lucha complicada. Y lo fue, sin duda. Creo que el mejor combate que había celebrado hasta entonces. Fueron tres asaltos espectaculares. Matías resultó efectivamente fuerte, muy fuerte y flexible, sorprendentemente flexible (una cualidad muy a tener en cuenta en la lucha. También en el sexo, ya que hablamos de ello). Me atrapó y me zafé. Le atrapé y se zafó. Creí tenerle inmovilizado en no menos de tres ocasiones y en todas ellas logró escaparse, contraatacar y ponerme a la defensiva. Fue una lucha intensa y emocionante. A ver... ¿con que podría compararla para que se entienda...? Imaginad un partido de fútbol, con un marcador de 4-5, con intervenciones meritorias de los porteros, juego limpio y las dos aficiones en pie y aplaudiendo al final del encuentro. Pues así fue nuestra primera lucha. Tuve que darlo todo y le obligué a darlo todo. Todo hasta que no pudo mas. Y lo sé porque cuando acabamos, él yacía extenuado entre mis rodillas, absolutamente sin aliento. Si nuestro primer enfrentamiento hubiera durado dos minutos mas, tal vez hubiera sido yo la que se rindiera por agotamiento.
Naturalmente, por muchas ganas que tuviera de trajinarme a Matías inmediatamente, ni él se encontraba en las mejores condiciones en esos instantes, ni me iba a poner a hacerlo delante de todos. Seré liberal, pero todo tiene un límite. De manera que tuve que aguantarme las ganas por el momento.
A la que se recuperó un poco, volvió a ser el de antes: me decía cosas, bromeaba... La deportividad con que se tomó la derrota me gustó. Otros (aunque en éste ámbito son una minoría) se sienten avergonzados y enfurruñados y no te vuelven a mirar a la cara... Hasta que les propones sexo, claro. A partir de entonces las miraditas fueron constantes, también por mi parte. Averigüé que Matías era soltero y encima tenía coche, de manera que me lo hice venir bien para que fuera él quien me acompañara de regreso a casa. Se mostró muy simpático mientras me llevaba, conduciendo con tranquilidad, dándome conversación, seguramente pensando en que lo máximo que obtendría de mi aquél día sería el teléfono y la promesa de vernos algún otro día, el muy ingenuo. No estaba preparado para el morreo que le di cuando aparcó frente a mi casa, para el magreo de paquete posterior y mucho menos para el super polvazo que le esperaba ya en mi apartamento, pobrecito. Bueno, pobrecito, pobrecito tampoco, la verdad: se mantuvo muy a la altura de las circunstancias, mi calvito.
Matías se convirtió en mi pareja. Echamos polvos que parecen combates y combates que parecen polvos. Es mi primera pareja estable. Tiene todo lo que siempre he deseado en un hombre: es luchador, más fuerte que yo, pero a pesar de todo, aunque combata día tras día hasta el límite de su aguante y del mío, suelo ganarle. Ya no me resulta tan fácil como al principio y, de hecho, en los últimos tiempos está consiguiendo derrotarme con una frecuencia cada vez mayor. Su físico ha mejorado gracias a los muchos combates. Ahora tiene una figura egregia y bien tonificada que da gozo contemplar (ya sabéis, nenas: si queréis que vuestro hombre se ponga cachas, hay que luchar contra él muy a menudo). Y una calva adorable, por supuesto.
Ahora me temo que voy a tener que dejar mi afición durante una temporada. Mejor dicho: voy a pelear en un ring diferente. Resulta que Matías me ha dejado embarazada. Ya se está frotando las manos pensando lo mucho que va a poder entrenar antes de que yo esté en condiciones de volver al combate, maldito aprovechado. En realidad da igual: ambos sabemos que tras el parto, en cuanto me encuentre en condiciones, le haré morder el polvo de nuevo.
Así que voy a ser mamá. Voy a tener una chocolatina de piel tostada como su madre y calva, como su padre. Una herencia de la que espero no disponga hasta hacerse mayor. Y solo si fuera niño, claro está. Aunque a mi, la verdad, me gustaría que fuera una niña: una pequeña luchadora capaz de jugar con los chicos tratándolos de tu a tu, en igualdad de condiciones. Me gustaría que fuera una persona que no se avergüence de ir contracorriente o dar rienda suelta a sus rarezas. Que tuviera siempre bien claro que no es una rareza aquello que asumes como tu propia normalidad; que siempre hay otros que comparten la misma rareza que tu; que no hay nada más normal que ser raro.
Y sobretodo que sea una persona capaz de tomarse todo en la vida con la misma deportividad con que se enfrenta a un rival en el terreno de combate: que no juzgue precipitadamente a nadie; que se tome las derrotas como un desafío para mejorar y que nunca, nunca, deje de luchar.
Son muchas las cosas que una aprende luchando.
Yo os recomiendo que lo probéis alguna vez.
Eso si: id con cuidado al principio. No os hagáis daño.
Marcel tenía el comedor preparado: disponíamos de un espacio muy amplio para pelear. Marcel se había pasado la mañana apartando muebles y había cubierto el suelo de colchones y mantas. Se lo había currado mucho: realmente allí había alguien que tenía al menos tantas ganas de combatir como yo misma.
Me propuso ir a una habitación para cambiarme si prefería, pero rehusé: al fin y al cabo había venido con todo lo que hacía falta puesto. Me despojé de la camiseta y los pantalones: debajo llevaba un sostén de deporte negro y unas bragas a rayas azules que no entrarían dentro de mi concepción de "ropa interior sexy" pero que eran muy cómodas y sufridas.
-¡Uau! -se le escapó a él, celebrando la contemplación de mi cuerpo y demostrando una vez más que los ojos de los tíos nunca se fijan en la ropa interior.
-¡Gracias! -solté yo, sonriendo- Tu tampoco estás mal -agregué. Y era verdad: Marcel no era muy corpulento, pero estaba fibrado, eso sí. Y debía considerarse un macho afortunado, a juzgar por toda la hombría que se intuía en su abultado paquetón. A priori el combate no se presentaba tan sencillo como con el tirillas del "Jepo". Probablemente me tocaría perder, pero me daba igual: había venido a aprender. Ya llegaría mi momento.
Marcel sonrió también. Me explicó las normas: no estaban permitidos los golpes, pellizcos, tirones de pelo, ni torceduras o agarrones de elementos corporales que no tuvieran huesos dentro; jugaríamos tres asaltos y ganaría el mejor de dos; si alguien quedaba inmovilizado, podía pedir tiempo muerto para respirar, pero después se reanudaría el combate desde la misma posición en que se hubiera interrumpido; el asalto acabaría cuando uno de los dos se rindiera. Uno podía rendirse de viva voz o, si estaba imposibilitado para hablar, podía dar golpecitos en el cuerpo del otro. Marcel me enseñó como.
Una vez claras las reglas, nos dimos la mano deseándonos suerte, volvimos a nuestros rincones y dimos por iniciado el primer round. Por algún lugar de mi cabeza, mis ancestros, que se habían vuelto a reunir para contemplar mis habilidades, comenzaron a tocar una vez más sus djembés. Marcel se acercó a mi, con la cabeza baja y los brazos abiertos. Yo también me agaché como hacía él, y me puse en guardia procurando anticipar cualquier ataque. Intentó agarrarme la mano derecha. Bloqueé el movimiento. Lo intentó con la izquierda. Lo rechacé nuevamente. Lo intentó un par de veces más, mientras rodábamos, estudiándonos, contemplándonos, igual que los boxeadores ruedan en torno al centro del ring. Y de repente, la contemplación acabó. Marcel atacó súbitamente, haciendo que los djembés aumentaran el ritmo. Se empleaba a fondo. Iba a tener que currármelo bastante.
Marcel consiguió atrapar una de mis piernas y empezó a empujar con el cuerpo. Apoyada en un solo pie, cedí, y a pesar de los colchones me pegué un dolorosísimo costalazo que me dejó sin aire. Aquello iba en serio. Ya no me enfrentaba a unos pazguatos que solo estaban calentando la cama como paso previo al folleteo; ya no estaba jugando a los besitos: ¡Éramos dos gladiadores luchando en el circo romano! Cuando me recuperé, Marcel me tenía atrapada con los brazos sujetos al tronco y
con su cuerpo presionaba mi propia rodilla contra el abdomen. Además, su pierna izquierda se había puesto en una posición que inmovilizaba completamente mi pierna derecha. Era lamentable: en dos segundos me había puesto a su merced, como en los vídeos que había visto, solo que esta vez era yo la víctima. Tenía que liberarme. Los músculos de las piernas son los más fuertes de todo el cuerpo, de manera que empecé a presionar para liberar mi rodilla. Su manera de retener mis brazos no resultaba muy eficaz y me permitía todavía cierta libertad de movimientos, de manera que los moví también. Entre la presión de la rodilla y la de los brazos, conseguí que los suyos flaquearan al fin y liberé la pierna derecha, lo cual fue un gran alivio. Pero con un leve giro, Marcel se sentó justo a mi lado y me aferró fuertemente la cabeza, por encima de uno de mis brazos y por debajo del otro. Había hecho justo lo que él quería. Su nueva posición dejaba la mitad de mi cuerpo inútil. Pero se notaba que Marcel también era novato y que sus presas tenían debilidades, porque aunque me costó, también conseguí evadirme de aquella. Sin embargo, al liberarme, acabé tendida boca abajo sobre los colchones. Me percaté de que aquella posición me situaba en desventaja, pero fue demasiado tarde: Marcel se estiró sobre mi cuan largo era, coló un brazo bajo mi cuello y me practicó un ahogamiento perfecto. Tan perfecto que me cortó la respiración, el muy bruto. Mis manos tuvieron problemas para encontrar su cuerpo y dar las dos palmadas de rigor. Cuando me soltó, recuperé el resuello. Protesté por el estrangulamiento, pero acepté mi derrota: me había vencido con autoridad. Lejos de frustrarme, sentí que las apuestas habían subido.
Marcel estaba sudoroso y con la respiración agitada. Yo también. Más, incluso.
-Bueno, bueno, bien jugado -dijo, condescendiente-. Un poco corto, pero muy prometedor.
En el segundo asalto, estuve mucho más en guardia, y me fue mejor. Empezamos agarrándonos de las manos. Yo forcejeaba a un lado y al otro para echarle al suelo. Él buscaba mi cabeza y mi cuello para efectuar una presa. Creo que él dijo algo entonces, algún estúpido comentario entre gracioso y elogioso, pero no lo pudo acabar: en aquél momento conseguí trabar una de sus piernas y le hice perder el equilibrio. Mi primera pequeña victoria.
En el suelo la cosa se volvió confusa: ahora estaba sobre él, intentando agarrarle por el cuello...; de pronto luchaba por escapar de sus piernas, que intentaban cerrarse sobre mi tronco...; más tarde me sentaba sobre su tripa, controlando sus rodillas pero dándole la espalda...; luego me revolvía, escapando de un intento de captura... De repente me encontré con uno de sus brazos. Me aferré a él con ambas manos y estiré todo el cuerpo llevándolo conmigo, al tiempo que estiraba mis piernas por encima de su torso. Casi por casualidad había conseguido mi primera inmovilización. Lo retuve así todo lo que pude: el combate tenía que ser vencido prácticamente por resistencia y, la verdad, tampoco sabía como continuar. Mi primera presa había sido muy improvisada. Se notó que me faltaba técnica cuando al poco rato lograba zafarse. Y a partir de allí, el combate empezó a torcerse. Marcel, que hasta el momento había estado a la defensiva, pasó al ataque. Me defendí como pude, se lo puse tan difícil como supe, pero al fin, al cabo de 49 minutos y tras pasar los últimos 5 con sus piernas cruzadas a mi espalda, dejándome los brazos inútiles y con sus manos obligándome a mirar hacia el techo, claudiqué.
Marcel había ganado la contienda. En principio no había motivo alguno para realizar el tercer asalto. Bueno, quizá él no lo tuviera, pero yo si. Si algo me había quedado claro el segundo asalto era que estaba a su altura. Le podía vencer. Insistí en que jugáramos un asalto mas. Él aceptó de buena gana.
Y una vez más, nos enzarzamos. Enseguida conseguí aferrarme a su tórax e intenté levantarle para echarle al suelo. Al parecer, él no me había juzgado capaz, por eso le sorprendió sobremanera cuando por fin, sus pies se separaron de los colchones y conseguí derribarle. A continuación aferré su pie izquierdo y su mano derecha y los forcé lo más juntos que pude, pero me costaba horrores e iba perdiendo terreno poco a poco. Definitivamente no era el camino: estaba haciendo las cosas difíciles y perdiendo mucha energía. Entonces decidí olvidarme de la parte inferior de su cuerpo y tratar de inmovilizarle la cabeza con todas mis extremidades. Conseguí que una pierna inutilizase uno de sus brazos. Abracé juntos el otro brazo y la cabeza en la que fue mi segunda presa eficaz del día. Aguanté
todo lo que pude pero la parte inferior de su cuerpo vino a ayudar. Liberó el brazo derecho. Una victoria pírrica, porque enseguida lo asalté y uní el miembro liberado junto al prisionero dentro de la misma presa. Mi inmovilización comenzaba a tener visos de victoria. Marcel era un tío que no sabía vestirse y yo, un jersey demasiado estrecho que no podría quitarse sin ayuda. Lo intentó. Rodó. Entonces decidí que su libertad de movimientos era excesiva para mi gusto y me senté a horcajadas sobre él. Estaba indefenso. A mi merced. Siguió revolviendo las piernas en busca de una posición liberadora pero solo logró que me pusiera más cómoda sobre su cuerpo. Marcel sonaba extenuado y yo estaba tensa, pero todavía no cansada. La victoria estaba servida.
-Avisa cuando quieras rendirte -le solté, riendo, desde mi aventajada postura. Marcel me devolvió la sonrisa.
-¿Va a hacer falta? Llevo un rato intentando soltarme y no hay manera. ¿De verdad es necesaria la humillación?
Bueno, ese reconocimiento tácito de la derrota sonó a mis oídos mucho peor que cualquier "me rindo". Me enterneció ver a Marcel sometido, vulnerable. Y como ya entonces empezaba a pasarme, me puse a 100. Le besé con pasión desatada, todavía sin soltarle. Quería mi premio y me lo iba a tomar sin demora. Él no puso objeción. Es más, creo que secretamente lo había estado esperando a lo largo de toda la tarde. Procedí a despojarle y despojarme de la poca ropa que nos cubría, procurando no soltarle. Me excitaba mucho más si obtenía mi trofeo justo allí, en el terreno de combate, en el coliseo, en la misma arena. Logré dejarnos a los dos en cueros, aunque a decir verdad, la ayuda de Marcel en éste menester fue inestimable. Una vez la hube liberado, deslicé su ansiosa verga en mi interior y comencé a cabalgarle. Y lo cabalgué largo y tendido, siempre encima, a un ritmo creciente, siempre creciente. Frenético, al fin. Y en el terreno del sexo también Marcel terminó por rendírseme, y se corrió con un orgasmo explosivo, liberador. Yo duré algo mas: poseerle de aquella manera me causaba un indescriptible deleite. Gocé como nunca. Y tuve el orgasmo de mi vida.
Mi primera tarde de lucha mixta acabó así: con una derrota con sabor a victoria y un polvazo para celebrarlo. Me lo había pasado de miedo. En cuanto a Marcel... digamos que había superado sus expectativas. La posibilidad de consumar conmigo tras el combate se la había planteado, si... Pero como una fantasía más bien remota. Bueno, tuvo suerte de que fuera yo y no otra.
Quedamos mas veces, como cabría esperar. Marcel era un rival digno, que me obligaba a emplearme a fondo. O al menos, así fue en un principio. Varios combates después, ya no estaba tan segura: en el intervalo que separaba nuestros encuentros, yo me ejercitaba; rememoraba una y otra vez las luchas; miraba vídeos; tomaba nota mental para mejorar mi técnica y además el ejercicio regular me hacía ganar fuerza. En definitiva: poco a poco me iba haciendo una rival más dura. ¿Y él? Pues pasaban varias semanas sin que nos viéramos y podía ser perfectamente que Marcel no hubiera realizado ningún otro combate, ni se hubiera entrenado, ni siquiera hubiera vuelto a pensar en luchar. Hasta donde yo se, Marcel solo luchaba conmigo.
Pronto quedó claro que luchando solo contra él me iba a estancar. Pasé de ganarle algún asalto de forma ocasional a imponerme en el combate por dos asaltos al principio y, no mucho después, cuando jugábamos por diversión el tercer asalto, llegué a vencerle también ese.
Un día al llegar a su casa, me presentó a un compañero que también había venido a luchar. Me alegré, como puede adivinarse, porque me parecía buena idea introducir algo de variedad en nuestros encuentros. Pero eso fue hasta que combatí contra él. Le vencí incluso con mayor facilidad que a Marcel. Sospecho que el novato había venido atraído por las historias subiditas de tono que le debía haber explicado su amigo, pero no porque tuviera verdadero interés en la lucha.
Entonces me di cuenta de porqué Marcel estaba dejando de servirme como contrincante.
Los sentimientos que impulsan a hombres y mujeres a la lucha mixta son diferentes. En general una chica puede sentirse atraída por la autoafirmación, la sensación de empoderamiento, de competición... Pero a ellos casi siempre les atrae el erotismo. Y aunque yo más que nadie, soy capaz de entender el fuerte componente sensual siempre presente en las peleas mixtas, creo que Marcel fue víctima de un cambio de prioridades que no me gustó: el sexo empezó a tener preponderancia sobre el combate. Fue culpa mía, naturalmente: su interés por el combate devino en un pasatiempo extraño y excitante, y yo me había convertido en su fantasía hecha realidad, en su dosis mas o menos segura de sexo. Vaya, que se lo había puesto demasiado fácil. Ahora él me "recompensaba" poniéndomelo fácil en los combates, en espera del "premio de consolación" que, sabía, le esperaba tras mi victoria. Mientras, el regocijo que yo obtenía se fue reduciendo en un lento "decrescendo".
Aquella noche, mientras me los tiraba a los dos -dejándome llevar por un impulso que no he repetido desde entonces-, decidí que Marcel había dejado de valerme. Para mi, el combate era primordial. No volví a quedar con él.
Para entonces ya había hecho nuevas incursiones en el mundillo de la lucha mixta. Había conocido nuevos rivales, mucho más experimentados que Marcel, y más difíciles de ganar. Jugué contra varios
de ellos. También me enfrenté a algunas chicas. Se aprende mucho de otras que llevan en ésto más tiempo que tu. Volvía a sentirme como una novata. Acumulé algunas derrotas, pero poco a poco, con esfuerzo, empecé a cosechar también alguna que otra victoria. Y mis rivales nunca me regalaron nada. Era yo y solo yo quien las conseguía, a través del tesón y el esfuerzo.
Pronto me enfrenté a otro problema: empecé a vencer a tíos poderosos pero con los cuales no fue posible obtener mi "premio" habitual, bien porque estábamos acompañados (a veces participé en torneos donde éramos varios contendientes) o bien porque el tío vencido ya tenía pareja e iba a mantenerse fiel a ella. Algo muy digno de aplauso, pero que a mi me dejó a dos velas en demasiadas ocasiones. Me di cuenta de que faltaba algo más en mi vida. Puntualizo: no "algo" sino "alguien" y empezaba a tener claro como iba a tener que ser ese alguien.
Conocí a Matías en casa de unos amigos comunes que nos habían invitado a hacer lucha casera en su jardín. Por entonces Matías era un neófito en esto de la lucha y yo, una veterana que se había ganado cierta reputación. Era más alto que yo por media cabeza. Una cabeza calva, por cierto. Una calva lisa, sin irregularidades, de esas que hacen venir ganas de besar y arrullar. Enseguida me sentí atraída por su simpática calva, su cara de bonachón y esos ojos que desde el principio empezaron a estudiarme furtivamente. Nos emparejaron juntos, aparentemente por casualidad, los muy liantes. Su cuerpo estaba lejos de ser fibrado por aquél entonces, pero tenía los hombros anchos y los brazos gruesos y
fuertes. Estaba claro que iba a resultar una lucha complicada. Y lo fue, sin duda. Creo que el mejor combate que había celebrado hasta entonces. Fueron tres asaltos espectaculares. Matías resultó efectivamente fuerte, muy fuerte y flexible, sorprendentemente flexible (una cualidad muy a tener en cuenta en la lucha. También en el sexo, ya que hablamos de ello). Me atrapó y me zafé. Le atrapé y se zafó. Creí tenerle inmovilizado en no menos de tres ocasiones y en todas ellas logró escaparse, contraatacar y ponerme a la defensiva. Fue una lucha intensa y emocionante. A ver... ¿con que podría compararla para que se entienda...? Imaginad un partido de fútbol, con un marcador de 4-5, con intervenciones meritorias de los porteros, juego limpio y las dos aficiones en pie y aplaudiendo al final del encuentro. Pues así fue nuestra primera lucha. Tuve que darlo todo y le obligué a darlo todo. Todo hasta que no pudo mas. Y lo sé porque cuando acabamos, él yacía extenuado entre mis rodillas, absolutamente sin aliento. Si nuestro primer enfrentamiento hubiera durado dos minutos mas, tal vez hubiera sido yo la que se rindiera por agotamiento.
Naturalmente, por muchas ganas que tuviera de trajinarme a Matías inmediatamente, ni él se encontraba en las mejores condiciones en esos instantes, ni me iba a poner a hacerlo delante de todos. Seré liberal, pero todo tiene un límite. De manera que tuve que aguantarme las ganas por el momento.
A la que se recuperó un poco, volvió a ser el de antes: me decía cosas, bromeaba... La deportividad con que se tomó la derrota me gustó. Otros (aunque en éste ámbito son una minoría) se sienten avergonzados y enfurruñados y no te vuelven a mirar a la cara... Hasta que les propones sexo, claro. A partir de entonces las miraditas fueron constantes, también por mi parte. Averigüé que Matías era soltero y encima tenía coche, de manera que me lo hice venir bien para que fuera él quien me acompañara de regreso a casa. Se mostró muy simpático mientras me llevaba, conduciendo con tranquilidad, dándome conversación, seguramente pensando en que lo máximo que obtendría de mi aquél día sería el teléfono y la promesa de vernos algún otro día, el muy ingenuo. No estaba preparado para el morreo que le di cuando aparcó frente a mi casa, para el magreo de paquete posterior y mucho menos para el super polvazo que le esperaba ya en mi apartamento, pobrecito. Bueno, pobrecito, pobrecito tampoco, la verdad: se mantuvo muy a la altura de las circunstancias, mi calvito.
Matías se convirtió en mi pareja. Echamos polvos que parecen combates y combates que parecen polvos. Es mi primera pareja estable. Tiene todo lo que siempre he deseado en un hombre: es luchador, más fuerte que yo, pero a pesar de todo, aunque combata día tras día hasta el límite de su aguante y del mío, suelo ganarle. Ya no me resulta tan fácil como al principio y, de hecho, en los últimos tiempos está consiguiendo derrotarme con una frecuencia cada vez mayor. Su físico ha mejorado gracias a los muchos combates. Ahora tiene una figura egregia y bien tonificada que da gozo contemplar (ya sabéis, nenas: si queréis que vuestro hombre se ponga cachas, hay que luchar contra él muy a menudo). Y una calva adorable, por supuesto.
Ahora me temo que voy a tener que dejar mi afición durante una temporada. Mejor dicho: voy a pelear en un ring diferente. Resulta que Matías me ha dejado embarazada. Ya se está frotando las manos pensando lo mucho que va a poder entrenar antes de que yo esté en condiciones de volver al combate, maldito aprovechado. En realidad da igual: ambos sabemos que tras el parto, en cuanto me encuentre en condiciones, le haré morder el polvo de nuevo.
Así que voy a ser mamá. Voy a tener una chocolatina de piel tostada como su madre y calva, como su padre. Una herencia de la que espero no disponga hasta hacerse mayor. Y solo si fuera niño, claro está. Aunque a mi, la verdad, me gustaría que fuera una niña: una pequeña luchadora capaz de jugar con los chicos tratándolos de tu a tu, en igualdad de condiciones. Me gustaría que fuera una persona que no se avergüence de ir contracorriente o dar rienda suelta a sus rarezas. Que tuviera siempre bien claro que no es una rareza aquello que asumes como tu propia normalidad; que siempre hay otros que comparten la misma rareza que tu; que no hay nada más normal que ser raro.
Y sobretodo que sea una persona capaz de tomarse todo en la vida con la misma deportividad con que se enfrenta a un rival en el terreno de combate: que no juzgue precipitadamente a nadie; que se tome las derrotas como un desafío para mejorar y que nunca, nunca, deje de luchar.
Son muchas las cosas que una aprende luchando.
Yo os recomiendo que lo probéis alguna vez.
Eso si: id con cuidado al principio. No os hagáis daño.
2 comentaris:
Mmmmmm....gracias por tu relato. Me ha encantado. Se me puso dura desde el comienzo de la lectura, imaginándome como sería combatir contigo. Me gustaría probarnos (moterisimo@gmail.com)
Buenas, pues mira, encantado de que te haya gustado: es el objetivo de cualquier escritor. Respecto a lo de combatir conmigo... no se si será posible. Para empezar, no me parezco a mi personaje. No soy alta, no soy fuerte, no soy negra... y tampoco soy una mujer. O gay. Son unas cuantas barreras, al menos para mi. Y se me ocurren otras. Pero bueno, si te pone, te puedes releer el relato todas las veces que quieras.
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