SACRIFICIO
El ritual era antiguo.
Muchos eran los aspectos que habían sido engullidos por el
tiempo. No en vano, más de 500 años de tiempo y un
oceano de distancia le separaban de aquella época más
dura, más desafiante, y más auténtica, que la
suya propia.
Pero él había
reunido allí algunos de los pocos elementos que perduraban en
la memoria colectiva: el oficiante, un cuchillo, mucha crueldad y
...la víctima.
Ella permanecía ante él, sobre una humilde tabla de madera que tendría que hacer las veces de un altar de piedra. Pero las circunstancias no hacían posible reproducir el ritual con entera exactitud. Ni podía disponer de una pirámide perdida en la selva, ni tampoco de una multitud ansiosa de asistir al espectáculo, llenos de un miedo reverencial. Tampoco disponía de ciertos artículos, como máscaras extrañas, plumas de aves exóticas o taparrabos. No. Aquello hubiera sido visto como ridículo en la actualidad, y el ritual era lo suficientemente importante para ser tomado en serio tanto por expertos como por profanos. Así que no se rebajaría a vestirse a la usanza de civilizaciones perdidas y casi olvidadas por el tiempo. Y tampoco ofrecería su víctima a cambio del respeto de unos dioses en quienes no creía y de los que ni siquiera conocía el nombre. En la actualidad, aquella parafernalia era innecesaria y contraproducente.
La víctima estaba
ante él. Vio el cuchillo. De haber podido, seguramente se
estaría desgañitando de terror. Eso estaba bien. El
miedo era importante. Prácticamente era el miedo lo que le
daba sentido. El sacrificio no podía ser algo breve y trivial.
Tenía que ser saboreado. Una vida ofrecida sin miedo hubiera
provocado un ritual del todo insatisfactorio, algo carente de
sentido, pues, ¿qué sacrificio hay en quien ofrece algo
a lo que no confiere ningún valor? El miedo es la medida del
valor de la vida que se ofrece. Y en eso, la víctima cumplía.
A pesar de que, en su situación, no podía gritar ni
moverse, el oficiante casi podía sentir su miedo deslizarse a
través de sus entrañas como un monstruo oscuro,
desgarrador.
Se preguntó qué
debía hacer a continuación. Cerró los ojos.
Pensó en la pirámide, la multitud, su otro yo. De
repente imaginó tambores. Tambores que despertaban ecos
ominosos en la selva. El gentío empezaba a entonar cánticos
ancestrales.
Alzó los brazos al
aire con el cuchillo en mano.
Imaginó a la
multitud prorrumpiendo alborozada en gritos. En su mente, sin duda el
oficiante tendría que imponerse a la multitud para hacerse oir
por encima del barullo, mientras pronunciaba un largo discurso en un
idioma incomprensible.
Él no se atrevió
a alzar la voz. Tan solo intentó repetir las palabras en su
mente. Pero sí trató de copiar los aspavientos que el
oficiante del lejano pasado imaginado, blandiendo el arma con brazo
experto y realizando al mismo tiempo una ensayada danza ritual.
Y entonces llegó
el momento. Se detuvo, con los brazos en cruz. Los tambores pararon.
Se hizo el silencio. Con lentitud procedió a reunir ambas
manos por encima de su cabeza. Los tambores reiniciaron su cadencia a
un ritmo creciente. A cada golpe de tambor había que
pronunciar el nombre de la víctima.
En el presente, el
verdugo asió a su vez el cuchillo con las dos manos. En su
mente, él también repetía el nombre de la
víctima una y otra vez, una y otra vez. El ritmo de los
tambores y su voz interior pronto alcanzaron el paroxismo. No había
vuelta atrás. Había llegado el momento. Pero él
no dudó.
Descargó un único
y certero golpe en el centro del cuerpo de la víctima. El filo
penetró en la piel con suavidad, casi sin oponer resistencia.
La víctima seguía sin poder gritar su dolor. Nunca
podría. De manera que el verdugo tenía pista libre para
continuar con su proceder. No contento con un burdo apuñalamiento,
continuó presionando el arma hacia abajo, lentamente, notando
como el filo del arma avanzaba milímetro a milímetro,
en un viaje que debía ser tan estimulante para él como
agónico para su víctima. De repente, el cuerpo dejó
de oponer resistencia al otro lado del filo. Lo había
atravesado de parte a parte. Se regocijó con ello. Miró
a su víctima con una mezcla de lástima y de admiración.
Aunque seguía sin poder moverse, el sufrimiento que sentía
debía estar alcanzando cotas inimaginables.
Observó como sus
jugos interiores escapaban por la herida abierta, tiñendo de
rojo la tabla de madera que tenía debajo.
Le miró, y en un
arrebato de misericordia hubiera querido decirle que no temiera, que
pronto acabaría, que tan solo quedaba lo mejor y acabaría
el sufrimiento, pero se contuvo. Y sin más dilación
empezó la última fase. Ahora deslizó el cuchillo
hacia abajo. Su intención era seccionar el cuerpo. Partirlo en
dos. El proceso era más delicado de lo
que en principio podía parecer. La afilada hoja se abrió
paso ensanchando una herida que era mortal de necesidad. Él la
vió avanzar, celebrando cada centímetro, cada pequeño
paso con un regocijo sádico, casi enfermizo.
Momentos
más tarde, consiguió su propósito. El cuerpo de
su víctima fue separado en dos mitades. El verdugo contempló
su obra extasiado. El objeto de su sacrificio seguía allí,
silencioso e inmovil. ¿Se había acabado todo ya? ¿Había
muerto, estaba ahora en otro lugar, inalcanzable para los pesares del
mundo? ¿O por el contrario conservaba aún algún
nivel de consciencia y aún tardaría unos momentos en
llegar al otro lado en brazos de un terror y un sufrimiento
infinitos?
Esperó
que fuera eso último. Quiso imaginarse como se cortaba la
última atadura de aquél desgraciado ser con el mundo.
Como su último aliento se escapaba y revoloteaba por la sala,
ante su atenta mirada, ante su superioridad, su poder, su impunidad.
Una
vez más, se cerraba el círculo. El ritual quedaba
completado. Se sintió eufórico. Abrió los brazos
al aire una vez más, con el cuchillo anegado de los fluidos
vitales de la víctima, hechó la cabeza atrás, y
se puso a reir como un demente.
Lo
que no había previsto el oficiante es que, sin él
saberlo, los últimos momentos del ritual habían sido
presenciados por otros ojos. Los ojos de un ser obtuso, incapaz de
otorgar un significado a lo que acababa de suceder y menos aún
de hacerse cargo de su capital relevancia. En lugar de eso, una
opinión muy equivocada de lo que estaba realmente ocurriendo
se formó en su mente y se dispuso a acabar con lo que
consideraba un comportamiento aberrante. La recién llegada
figura se deslizó inadvertidamente a la espalda del oficiante
y con mano firme se preparó...y le atizó un collejón.
-¿Quieres
dejar de hacer el ganso?
Las
carcajadas se detuvieron en seco. El triunfo se convirtió en
súbita humillación.
-¡Deja
ya de hacer el burro, que aún llegarás tarde! ¿¿Pero
cómo?? ¿¿Aún no has acabado el
bocadillo??
Encima
de la tabla de madera de la cocina se hallaban dispuestos los
ingredientes: el pan, el embutido... y el tomate, recién
cortado por la mitad.
-¡Anda,
sal de aquí y ve a preparar las cosas del colegio! -dijo la
señora quitándole el cuchillo de un tirón y
disponiéndose a acabar de hacer el almuerzo- ¡Ay, hijo,
eres tan inútil...! ¡Te pareces a tu padre!
Y
el oficiante, herido en su orgullo, salió de allí sin
decir nada.
Por
un momento pensó en los que le habían precedido 500
años antes en la celebración de aquél ritual de
alguna olvidada civilización precolombina. Sin duda ellos
también habrían tenido madres, pero seguro que no
habrían tenido que someterse a su caprichosa voluntad y su
vergonzante disciplina.
El
joven nostálgico del ritual perdido volvió a esa vida
menos atractiva que le había tocado vivir, plenamente
ignorante de una escena que había acontecido alrededor de 500
años antes, en una pirámide perdida en medio de la
selva cercana al mar Caribe...
-¿¡Pero
cómo, Orualhetepec!? ¿¿No te dije que nada de
celebrar sacrificios con tus amigotes a escondidas?? -capón-
¿Ya me tienes harta, eh? ¡¡Anda quitate la máscara
y las plumas de tu padre, que las vas a estropear!! -capón-
¡Pasa, pasa para casa! -capón- ¡Ya verás
cuando se lo contemos a tu padre! ¡Te va a arreglar bien
arreglado, pequeño malandrín!
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