A los pocos días entraba en casa de un perfecto desconocido para realizar la que iba a ser mi primera experiencia de lucha casera propiamente dicha. Era un muchacho que tendría a lo sumo dos o tres años más que yo, bastante alto y de pelo rizado, aunque corto en la nuca y en los laterales de la cabeza. Era muy majo y hospitalario: no dejó de hacer bromas todo el rato y me ofreció algo de beber. Se notaba que quería que me encontrara a gusto, cosa que agradecí, pues estaba algo tensa. Se llamaba Marcel. Hablamos un poco. Le expliqué que era primeriza en ésto y que no debía esperar mucho de mi. Estuvo encantado. Para él no suponía la primera vez del todo, aunque sí con una desconocida. Había luchado contra amigas suyas que no acababan de entender su extraña afición. Le dije que por mi parte no había problema. Yo si le entendía. Poco mas dijimos: había llegado el momento.
Marcel tenía el comedor preparado: disponíamos de un espacio muy amplio para pelear. Marcel se había pasado la mañana apartando muebles y había cubierto el suelo de colchones y mantas. Se lo había currado mucho: realmente allí había alguien que tenía al menos tantas ganas de combatir como yo misma.
Me propuso ir a una habitación para cambiarme si prefería, pero rehusé: al fin y al cabo había venido con todo lo que hacía falta puesto. Me despojé de la camiseta y los pantalones: debajo llevaba un sostén de deporte negro y unas bragas a rayas azules que no entrarían dentro de mi concepción de "ropa interior sexy" pero que eran muy cómodas y sufridas.
-¡Uau! -se le escapó a él, celebrando la contemplación de mi cuerpo y demostrando una vez más que los ojos de los tíos nunca se fijan en la ropa interior.
Marcel tenía el comedor preparado: disponíamos de un espacio muy amplio para pelear. Marcel se había pasado la mañana apartando muebles y había cubierto el suelo de colchones y mantas. Se lo había currado mucho: realmente allí había alguien que tenía al menos tantas ganas de combatir como yo misma.
Me propuso ir a una habitación para cambiarme si prefería, pero rehusé: al fin y al cabo había venido con todo lo que hacía falta puesto. Me despojé de la camiseta y los pantalones: debajo llevaba un sostén de deporte negro y unas bragas a rayas azules que no entrarían dentro de mi concepción de "ropa interior sexy" pero que eran muy cómodas y sufridas.
-¡Uau! -se le escapó a él, celebrando la contemplación de mi cuerpo y demostrando una vez más que los ojos de los tíos nunca se fijan en la ropa interior.